12/12/14

El Puente de Chicago



—¿Crees que la estamos molestando? —pregunté, mirando a la chica en la ventana.
     Su vista vagaba en algún lugar entre el atardecer y las estrellas tempranas.
     —No creo que nunca la moleste nadie —descartó mi amigo, y siguió lloriqueando sobre lo coñazo que era la mujer obesa de su jefe.
     Se hundió de vuelta en las cortinas flotantes de lino blanco y desapareció. El brillo de la bombilla de la habitación permaneció como la emanación gaseosa de su presencia dentro.
     Más tarde, esa noche, tumbado en la cama, me acordé de ella. Siempre parecía tan etérea. Pensé que era como si nuestro mundo tuviese distintos niveles de realidad superpuestos y ella viviese en el de arriba, flotando sobre todos nosotros, sin darse cuenta de la existencia de nadie. Sin que nadie se diese cuenta de ella, la mayor parte del tiempo. Requería cierta sensibilidad verla. No porque fuese una persona gris, ni triste, ni débil, ni muerta por dentro. Simplemente volaba sobre nuestras cabezas y muy pocos levantaban la vista.
     Nunca hablaba con nadie si sabía que la iban a malinterpretar. Pero si mirabas muy de cerca, si la pillabas con alguno de sus dos o tres amigos, podrías verla por dentro. Yo la vi una vez. Resplandecía con una luz llena de colores. Fue como tropezarse con una aurora boreal. Sus ojos brillaban tanto, su sonrisa era tan firme. Pisaba con pasos fuertes, como si le perteneciera el suelo.
     Me la encontraba algunas veces en los pasillos del instituto. Esquivaba a la gente con pies de bailarina. Mantenía la mirada fija al frente, con los labios rectos. Pasaba sin que la vieran. No veía a nadie.
     Sacaba notas discretamente altas en las letras. A menudo, en clase, miraba por la ventana y garabateaba en las últimas hojas de su cuaderno. Pero cuando los profesores preguntaban algo, ella siempre sabía la respuesta. Sólo que muchas veces parecía querer hacernos a los demás el favor de dejarnos responder y miraba entre exasperada y aburrida al silencioso resto de la clase.
     Cuando éramos niños, en el último curso del colegio, nos obligaron a todos a participar en un concurso de cuentos. Durante la fiesta de fin de curso, la última noche antes de las vacaciones de verano, la vi llegar sola y buscar caras entre la gente. Poco después la llamaron al escenario: había ganado ella.
     Ya entonces no la veías con muchos amigos. Siempre andaba dos pasos por detrás de gente que no parecía importarle demasiado. Años más tarde hablé con una de las chicas del grupo al que siguió un par de años. Me dijo que al principio parecía que lo intentaba de veras, pero que la gente normal y ella se repelían mutuamente. No fue hasta segundo de la E.S.O. que la vi reírse y levantar la voz. Llegó una chica de fuera, porque su padre era guardia civil y le habían destinado allí. El caso es que esta chica que se llevaba bien con todo el mundo fue la primera en descubrir el secreto para acercarse a ella. El secreto, me dijo, era asegurarle que la aceptarías tal y como era y hacerlo de verdad. Aquella fue la época en la que empezó a pisar por delante de la gente, y no por detrás.
     Teníamos dieciséis años y acababa de empezar el verano. Nos fuimos a beber tres partes de ron con una de Coca-Cola a un parque, porque había que llegar intoxicado a la discoteca para no pagar cinco euros la copa. Para un adolescente de pueblo, eso es una barbaridad. Ella nunca aparecía por esos parques, por eso me sorprendió verla con su grupo de amigos en una esquina de la discoteca de verano. Habíamos estado en la misma clase desde primaria, pero nunca había intercambiado palabra con ella. Por eso me turbó darme cuenta de que no pasaban dos minutos sin que yo sintiera la necesidad de levantar la mirada del vaso y dirigirla hacia ella. Se había pintado los ojos de negro, y ahora sus pupilas perforaban como una bala a todo aquél en el que se posaban. Fue una breve época en la que parecía que le gusta el estilo de música, más norteamericana, que ponían para bailar. La forma en que se movía hizo evidente por primera vez para mí la sexualidad que se precipitaba en sus curvas. Un amigo me hizo acompañarle a por otra copa y, cuando volví, ella ya no estaba en la misma esquina. La busqué con una ansiedad que no me dejó ignorar más lo que había sentido por ella esa noche. La descubrí besándose con un viejo amigo suyo. Me quedé ahí un rato, mirando cómo aquel chico apretaba uno de sus pechos mientras la devoraba. Luego me di la vuelta y me dio miedo volver a mirar. Cuando ya nos íbamos, me topé con ellos. Habían pasado tres horas y seguían comiéndose a besos. Aquella noche dormí bien gracias al alcohol, pero no dormí bien las dos semanas siguientes.
     Habían pasado años y hasta un par de chicas por mi cama, pero ella siguió ejerciendo una lejana fascinación sobre mí. Su presencia en mi vida había sido poco más que estrellas fugaces, pasaban en un microsegundo y apenas podías recodar si eran o no reales, pero se te grababan como algo místico en las retinas. Por eso agudizaba el oído cada vez que oía su nombre y tenía que esforzarme en poner cara de póquer cuando se me hablaba directamente de ella. Así me enteré de que había empezado una carrera de periodismo en la universidad, y de que tenía un novio de fuera al que había conocido en la playa. Algunos decían que en una playa nudista.
     Tiempo después me enteré de que la había dejado el novio de la playa nudista. Me la encontré por casualidad una noche que luego supe que era su cumpleaños. Estaba sentada en la puerta de un bar, con los ojos vacíos.
     Yo también hice una carrera, más porque era lo que había que hacer que por vocación. Esa era una de las diferencias que había entre ella y la mayoría del resto de nosotros: ella hacía las cosas porque había nacido para hacerlas. Todos hicimos la comunión, porque era lo que se hacía y no se concebía otro modo. Ella pataleó a la salida de la primera clase de catequesis porque no quería hacer la primera comunión, porque ella no era creyente y no quería confirmar una fe que no tenía. “Pero ¿y los regalos?”, le decían. Ella no quería regalos, una niña de nueve años que prefiere quedarse sin regalos antes que violar sus principios éticos. Ninguno sabía todavía lo que significaba la palabra “ética”, y ella no quería regalos y no quería ser cristiana. Pasamos un momento por la celebración, porque su madre y mi madre se conocían como se conoce toda la gente de pueblo y nos invitó a la merienda. Cuando llegamos, ella se había encerrado en el baño. Un niño me dijo que estaba llorando dentro.
     El caso es que hice una carrera que no me gustaba y empecé a salir con chicas que siempre tenían algún "pero". Yo nunca veía su cara superpuesta sobre las de las demás, pero cuando me iba a dormir con ellas no podía evitar pensar que no brillaban lo suficiente. Me terminé aguantando, por supuesto. Yo tampoco brillaba.
     Me enteré de que se había ido a terminar sus estudios al extranjero. A Escocia o Irlanda, o algo así. Oí que le iba muy bien y que estaba ganando reconocimiento en lo suyo, que estaba empezando a publicar en un periódico de allí, el Algo-Daily. Yo en aquellos tiempos ya tenía una novia formal y queríamos irnos a vivir juntos. La cosa estaba muy mal, especialmente para una arquitecta y un ingeniero bioquímico. Cuando mi novia me preguntó a dónde me gustaría que nos fuéramos a vivir, le dije que Escocia o Irlanda o algo así.
     Llevábamos ya cinco años en Galway, y yo hacía tres que no me acordaba mucho de ella. Por las redes sociales supe que estaba trabajando en Estados Unidos, que llevaba dos mil quinientos veinte días viviendo con un muchacho de nuestra edad y que ahora llevaba el pelo largo y se pintaba todos los días los ojos con lápiz marrón, no negro.
     Me llegó furtivamente en forma de vídeo. Rasgaba la rueda del ratón, ausente, cuando apareció su cara tras un icono de play. Era ella, vestida con una blazer burdeos, cubriendo una noticia sobre la inauguración de un puente reconstruido en Chicago. Me sobresalté cuando escuché la llave de mi prometida en la puerta de la entrada. Habían encendido las farolas y yo seguía dándole al play.
     Al día siguiente, mi prometida hizo una tarta de zanahoria. Mientras me comía un trozo, sólo pensaba en que no me gustaba la zanahoria y en el puente de Chicago.
     Recuerdo que fue por la época en la que mi prometida empezó a pensar en tener hijos. Su fotografía me asaltó desde la televisión mientras me tomaba el té de la mañana, porque había adoptado esa costumbre de los irlandeses y siempre me amargaba el café. Para entonces había olvidado casi todos los rostros del pueblo, y había desarrollado más gusto por el vino que por el ron, pero su cara se me estampó como una pared de cemento. La noticia decía que una joven corresponsal de Estados Unidos había sido capturada como rehén por un movimiento terrorista ultra religioso en el norte de África. Decía también que era la tercera ciudadana norteamericana retenida allí en el último mes. Los otros dos eran otro periodista y un diplomático. Así que se había registrado oficialmente como ciudadana norteamericana, pensé yo.
     Aquella noche hice el amor con mi prometida.
     Mi madre la mencionó cuando hablé con ella por teléfono. “Pobre mujer”, decía de su madre, “con lo buena chiquilla que era”, decía de ella. Hablaba en pasado. Mis redes sociales se vieron salpicadas de artículos que hablaban de ella y peticiones de firmas para liberarla. Qué irían a hacer las firmas contra los terroristas. Mi prometida me preguntaba “¿tú la conocías” y luego me seguía insistiendo en que estábamos ganando suficiente dinero para tener un hijo, como si una cosa fuese consecuencia de la otra.

     La volví a ver en sueños, escribiendo con el dedo un nombre que no era ni el suyo ni el mío en el vaho de la ventana. Ella tenía seis años y llevaba el pelo corto recogido tras las orejas.

     El video llegó demasiados pocos días después, y nadie fue capaz de verlo salvo los desconocidos. Sólo aguanté hasta que tapaban sus ojos desnudos con una capucha negra. Pulsé el botón de pausa y ya nunca volví a darle al play.
     Mi prometida dormía caliente a mi costado. Su respiración susurraba pausada. Toda su sangre recorría sus arterias, venas y vasos sanguíneos al ritmo que dictaba su corazón aún latente. En sus trompas de falopio, un óvulo sano demandaba ser fertilizado. Clavé la vista en el techo como echándole la culpa. Intenté imaginarme un cielo surcado de estrellas fugaces, pero no pude, porque estábamos en Irlanda, y en Irlanda sólo se ven las estrellas en agosto.
     Ella se había disuelto en la oscuridad, y yo ahora apenas podía recordar si había sido real o no.



Por África Curiel Gálvez

18/8/14

Woman at a Window




There’s nothing in my appearance except that I am disappearing
into the uncertain light; nothing that would make me certain
of any conviction, or if I’ve made the right decisions in my life.
At this point, with my skin drinking in the available light,
I find it impossible to remember if I am widow or wife,
if I’ve had a life of ease, a life of strife. In the darkening

afternoon, nothing has happened and nothing will soon.
I am sitting at the window, forgetting the day I was born,
watching people come and go, unseen, invisible.
My hands are calm, steady on my lap. I am lying low.
Whatever it was that…; I forget, the answer’s no.
There is something slow and pleasing about disappearing

into the dissolving light. Nothing now will come to light.
Secrets I might have had will go with me to my grave.
Lovers I might have loved walk ahead, or are already dead.
I am sitting here at my window emptying my head
of the past or the future perfect, or the conditional.
I already know what is impossible, what’s not been said.

In the room next to me, someone is playing a few bars
of an old piano; if ever I danced, I’ve forgotten
the steps; if I ever longed for change, I’ve lost
the path I meant to follow. Now, I am all shadow.
I sit at the window listening to the piano.
What was lost won’t now come back. I’ve let it go.


Óleo de Edgar Degas, poema de Jackie Kay

18/6/14


So will you never be my lover or my valentine 
Never be a friend of mine, never see my better side, 
Maybe you'd be terrified of all the secrets you were wishing you won't ever find is deep inside me.
And I don't wanna hide me.

Cause I know about my love

Yeah,pick it fast like a flight far away from here 
(Fly away)
Although I know I feel at home whenever you are near
Live my life you better cold cut to this 
(Just don't cut it, I want you near)
I wish you'd just hold me open just to see your vision clear
(I'm always here)

Cause I know about my love

12/6/14

Stop all the clocks,

..., cut off the telephone,
Prevent the dog from barking with a juicy bone,
Silence the pianos and with muffled drum
Bring out the coffin, let the mourners come.

Let aeroplanes circle moaning overhead
Scribbling on the sky the message He Is Dead,
Put crepe bows round the white necks of the public doves,
Let the traffic policemen wear black cotton gloves.

He was my North, my South, my East and West,
My working week and my Sunday rest,
My noon, my midnight, my talk, my song;
I thought that love would last for ever: I was wrong.

The stars are not wanted now: put out every one;
Pack up the moon and dismantle the sun;
Pour away the ocean and sweep up the wood.
For nothing now can ever come to any good.



W. H. Auden

10/6/14

"WAKING up begins with saying am and now. That which has awoken then lies for a 
while staring up at the ceiling and down into itself until it has recognized I, and therefrom 
deduced I am, I am now. Here comes next, and is at least negatively reassuring; because 
here, this morning, is where it has expected to find itself: what's called at home. 

 But now isn't simply now. Now is also a cold reminder: one whole day later than 
yesterday, one year later than last year. Every now is labeled with its date, rendering all 
past nows obsolete, until—later or sooner —perhaps—no, not perhaps—quite certainly: it 
will come. 

 Fear tweaks the vagus nerve. A sickish shrinking from what waits, somewhere out 
there, dead ahead. 

 But meanwhile the cortex, that grim disciplinarian, has taken its place at the central 
controls and has been testing them, one after another: the legs stretch, the lower back is 
arched, the fingers clench and relax. And now, over the entire intercommunication 
system, is issued the first general order of the day: UP. 

 Obediently the body levers itself out of bed—wincing from twinges in the arthritic 
thumbs and the left knee, mildly nauseated by the pylorus in a state of spasm—and 
shambles naked into the bathroom, where its bladder is emptied and it is weighed: still a 
bit over 150 pounds, in spite of all that toiling at the gym! Then to the mirror. 

 What it sees there isn't so much a face as the expression of a predicament. Here's 
what it has done to itself, here's the mess it has somehow managed to get itself into 
during its fifty-eight years; expressed in terms of a dull, harassed stare, a coarsened nose, 
a mouth dragged down by the corners into a grimace as if at the sourness of its own 
toxins, cheeks sagging from their anchors of muscle, a throat hanging limp in tiny 
wrinkled folds. The harassed look is that of a desperately tired swimmer or runner; yet 
there is no question of stopping. The creature we are watching will struggle on and on 
until it drops. Not because it is heroic. It can imagine no alternative. 

 Staring and staring into the mirror, it sees many faces within its face—the face of the 
child, the boy, the young man, the not-so-young man—all present still, preserved like 
fossils on superimposed layers, and, like fossils, dead. Their message to this live dying 
creature is: Look at us—we have died—what is there to be afraid of? 

 It answers them: But that happened so gradually, so easily. I'm afraid of being rushed. 

 It stares and stares. Its lips part. It starts to breathe through its mouth. Until the cortex 
orders it impatiently to wash, to shave, to brush its hair. Its nakedness has to be covered. 
It must be dressed up in clothes because it is going outside, into the world of the other  4
people; and these others must be able to identify it. Its behavior must be acceptable to 
them. 

 Obediently, it washes, shaves, brushes its hair, for it accepts its responsibilities to the 
others. It is even glad that it has its place among them. It knows what is expected of it. 

 It knows its name. It is called George."

A Single Man (1964) 
by Christopher Isherwood

4/6/14

The Lovesong of J. Alfred Prufrock

S’io credesse che mia risposta fosse
A persona che mai tornasse al mondo,
Questa fiamma staria senza piu scosse.
Ma percioche giammai di questo fondo
Non torno vivo alcun, s’i’odo il vero,
Senza tema d’infamia ti rispondo.
Let us go then, you and I,
When the evening is spread out against the sky
Like a patient etherized upon a table;
Let us go, through certain half-deserted streets,
The muttering retreats
Of restless nights in one-night cheap hotels
And sawdust restaurants with oyster-shells:
Streets that follow like a tedious argument
Of insidious intent
To lead you to an overwhelming question ...
Oh, do not ask, “What is it?”
Let us go and make our visit.

In the room the women come and go
Talking of Michelangelo.

The yellow fog that rubs its back upon the window-panes,
The yellow smoke that rubs its muzzle on the window-panes,
Licked its tongue into the corners of the evening,
Lingered upon the pools that stand in drains,
Let fall upon its back the soot that falls from chimneys,
Slipped by the terrace, made a sudden leap,
And seeing that it was a soft October night,
Curled once about the house, and fell asleep.

And indeed there will be time
For the yellow smoke that slides along the street,
Rubbing its back upon the window-panes;
There will be time, there will be time
To prepare a face to meet the faces that you meet;
There will be time to murder and create,
And time for all the works and days of hands
That lift and drop a question on your plate;
Time for you and time for me,
And time yet for a hundred indecisions,
And for a hundred visions and revisions,
Before the taking of a toast and tea.

In the room the women come and go
Talking of Michelangelo.

And indeed there will be time
To wonder, “Do I dare?” and, “Do I dare?”
Time to turn back and descend the stair,
With a bald spot in the middle of my hair —
(They will say: “How his hair is growing thin!”)
My morning coat, my collar mounting firmly to the chin,
My necktie rich and modest, but asserted by a simple pin —
(They will say: “But how his arms and legs are thin!”)
Do I dare
Disturb the universe?
In a minute there is time
For decisions and revisions which a minute will reverse.

For I have known them all already, known them all:
Have known the evenings, mornings, afternoons,
I have measured out my life with coffee spoons;
I know the voices dying with a dying fall
Beneath the music from a farther room.
               So how should I presume?

And I have known the eyes already, known them all—
The eyes that fix you in a formulated phrase,
And when I am formulated, sprawling on a pin,
When I am pinned and wriggling on the wall,
Then how should I begin
To spit out all the butt-ends of my days and ways?
               And how should I presume?

And I have known the arms already, known them all—
Arms that are braceleted and white and bare
(But in the lamplight, downed with light brown hair!)
Is it perfume from a dress
That makes me so digress?
Arms that lie along a table, or wrap about a shawl.
               And should I then presume?
               And how should I begin?

Shall I say, I have gone at dusk through narrow streets
And watched the smoke that rises from the pipes
Of lonely men in shirt-sleeves, leaning out of windows? ...

I should have been a pair of ragged claws
Scuttling across the floors of silent seas.

And the afternoon, the evening, sleeps so peacefully!
Smoothed by long fingers,
Asleep ... tired ... or it malingers,
Stretched on the floor, here beside you and me.
Should I, after tea and cakes and ices,
Have the strength to force the moment to its crisis?
But though I have wept and fasted, wept and prayed,
Though I have seen my head (grown slightly bald) brought in upon a platter,
I am no prophet — and here’s no great matter;
I have seen the moment of my greatness flicker,
And I have seen the eternal Footman hold my coat, and snicker,
And in short, I was afraid.

And would it have been worth it, after all,
After the cups, the marmalade, the tea,
Among the porcelain, among some talk of you and me,
Would it have been worth while,
To have bitten off the matter with a smile,
To have squeezed the universe into a ball
To roll it towards some overwhelming question,
To say: “I am Lazarus, come from the dead,
Come back to tell you all, I shall tell you all”—
If one, settling a pillow by her head
               Should say: “That is not what I meant at all;
               That is not it, at all.”

And would it have been worth it, after all,
Would it have been worth while,
After the sunsets and the dooryards and the sprinkled streets,
After the novels, after the teacups, after the skirts that trail along the floor—
And this, and so much more?—
It is impossible to say just what I mean!
But as if a magic lantern threw the nerves in patterns on a screen:
Would it have been worth while
If one, settling a pillow or throwing off a shawl,
And turning toward the window, should say:
               “That is not it at all,
               That is not what I meant, at all.”

No! I am not Prince Hamlet, nor was meant to be;
Am an attendant lord, one that will do
To swell a progress, start a scene or two,
Advise the prince; no doubt, an easy tool,
Deferential, glad to be of use,
Politic, cautious, and meticulous;
Full of high sentence, but a bit obtuse;
At times, indeed, almost ridiculous—
Almost, at times, the Fool.

I grow old ... I grow old ...
I shall wear the bottoms of my trousers rolled.

Shall I part my hair behind?   Do I dare to eat a peach?
I shall wear white flannel trousers, and walk upon the beach.
I have heard the mermaids singing, each to each.

I do not think that they will sing to me.

I have seen them riding seaward on the waves
Combing the white hair of the waves blown back
When the wind blows the water white and black.
We have lingered in the chambers of the sea
By sea-girls wreathed with seaweed red and brown
Till human voices wake us, and we drown.

—T. S. Eliot

26/11/13

Cowboy Hat II

II


Aprieto los párpados contra el colchón de espuma y vuelvo a ver las curvas aceitunadas de las bailarinas agitar el aire almizclado con sus campanillas. El viento traía arena y espuma de mar. Lograste convencerme de que me gustaba.

Observo a las muchachas, sus figuras esbeltas, sus largas y onduladas cabelleras morenas rozando con caricias traviesas sus caderas, y me pregunto qué haces comprando cuscús para compartir conmigo. Conmigo, y no con cualquiera de esas bellezas moriscas.
Vuelves, me entregas el plato y un beso ligero en la frente. Te sientas a mi lado en el muro en el que te esperaba. Contemplas la danza mientras comes y charlas sobre la gente. Ríes, despreocupado y jovial; no sabes ser de otra manera.
Aún no termino de comprender por qué pensaste que me gustaría Marruecos. La ropa se me pega a la piel como la cáscara húmeda de una cebolla, me siento envasada al vacío y cocinada al vapor. La comida es picante, demasiado agresiva para mi estado, por no hablar de ese tufillo intenso a especias que me encuentra allá donde vaya, recordándome las nauseas. Ah, y la arena, los malditos granos de arena que se me cuelan en los lagrimales, en la lengua, en los pulmones y me azotan la piel cuando el levante sopla con fuerza.
Y mientras tú, radiante como nunca, te sacudes el polvo dorado del pelo castaño y brillas con tu sonrisa infantil. Curioseas por el mercado con exultante devoción, hueles el sol en el aire y hablas de llevarme a Egipto en la próxima caravana. Sólo tú puedes ser tan inconsciente.
Las sombras del crepúsculo tiñen las murallas de arcilla de sangre. Desde aquí, las siluetas de las jóvenes y sus sedas etéreas contra el espectáculo rosa y naranja deja una huella imborrable en mi memoria.
Te deshaces de los platos en cualquier parte y me tomas de la mano. Vamos —me dices—, antes de que enciendan las luces del puerto. Me arrastras precipitadamente por unas tortuosas escaleras semiderruidas que conducen a la playa (en las que me habría abierto la cabeza de no ser por tus reflejos). Desde la orilla me señalas con entusiasmo los barcos pesqueros en la distancia, me pides que espere y observe con atención. Tu misterioso fenómeno se hace de rogar, así que te enarco una ceja incrédula. Te ofendes con gracia e insistes. Me rodeas la espalda con un brazo y apoyas la cara en mi pelo, forzándome, a tu gentil manera, a hacer lo que me pides.
Uno a uno, los barcos encienden hileras de farolillos rojos y amarillos que cuelgan de sus mástiles. El horizonte se inflama de luces. Me asalta el síndrome de Florencia, siento la presión de la belleza envolviendo mis pulmones. Tu abrazo se hace más fuerte. Inclino la cabeza hacia tu mandíbula áspera con un nudo en la garganta.
Me dejas disfrutar en silencio de las caricias de tu respiración pausada. Poco a poco, el ocaso perece, y el agua se convierte en un espejo de ébano ondeante.
Jugamos con la espuma de las olas. No sé como, me empujas poco a poco mar adentro, te abalanzas sobre mí y me sumerges con una facilidad insultante. Compartimos besos de sal y risas. Me sostienes sobre las olas, floto en tus brazos en círculos lentos. Le das un beso largo a mi ombligo. Tras mi piel, Jackie te lo devuelve.